En algún lugar siempre está la felicidad. A cada uno nos toca de manera diferente, nos sorprende en situaciones extrañas y es tan diferente dependiendo de quien la viva. Viajar en bicicleta desde Edimburgo a Isla de Arran había significado para mi un disfrute extremo, pero la felicidad llegó sólo cuando pude ver la isla frente a mis narices y me dije: lo hiciste. No lo sabía aún en ese momento, pero esa felicidad era pequeña en comparación con lo que iba a vivir.
“No creo que consigas sitio en el ferry para cruzar a la isla. Es muy difícil en esta época del año”. Mike, mi vecino de una noche en Androssan no había ganado el premio al tipo más positivo de la clase. No sabía él que yo sí podía ganar cualquier medalla al más optimista y el premio mayor al testarudo.
Parte de razón tenía. Vivir en Androssan, donde se encuentra el puerto de donde salen los ferries a Isla de Arrán, le había dado un conocimiento que merecía la pena escuchar. Pero no sabía Mike que el día anterior hice decenas de kilómetros bajo la lluvia y que me sentía con ganas de ser estúpidamente invencible aún cuando eso significaba solo saltar dentro de un ferry para el que no tenía ticket.
Cincuenta minutos atravesando el Fiordo de Clyde te ayudan a recordar que estás en una pequeña aventura, que te moviste allí por tus propios medios y que una vez que estás en una isla no tienes más alternativa que pedalear y arrojar la tienda donde puedas.
No sabía que me tragaría mis palabras después de masticarlas nueve veces.
Cuando en pleno neolítico los primeros pobladores llegaron a la Isla de Arrán lo hicieron convencidos que aquel espacio era un refugio único. Pienso, al recorrer sus colinas y perderme entre los bosques que no estaban equivocados. La primera impresión que tienes al llegar a Arran es que es una versión reducida de todo el país. Es interesante cuando investigas porque el nombre en gaélico es “Eilean Arainn” que significa “Pequeña Escocia”.
Las montañas que mezclan rocas con bosques, las cascadas en cada rincón, los animales por todas partes y el clima que puede pasar de un sol radiante a un viento intrépido en cuestión de minutos.
Cuando salí del ferry la recepción fue la esperada. El sol que veía desde babor se alejó y no había un solo rayo al tocar tierra. El viento subió hasta los 40 kilómetros por hora y la lluvia cubre las gafas con gotitas.
Las cuestas fueron, como casi siempre para mí, un sufrimiento. Yo las subí pensando que era una aventura. La subida desde Sannox a Lochranza no son más que unas pocas millas aunque todo cambia a pedal.
He llegado, he recorrido y he terminado de viajar por la isla convencido que es uno de los mejores sitios que he visitado en mi vida.
Refuerzo mi idea de que las cuestas se parecen tanto a la vida misma. Es muy difícil subir, requiere mucho esfuerzo y podrías dar la vuelta y bajar pero tarde o temprano estarás como Sísifo. Estar en la cima te hace ver de lo que eres capaz, te hace fuerte y es un golpe de motivación que te hace entender que muchas cosas son posibles solo cuando en ellas pones esfuerzo.
Viajar en bicicleta te hace ver que lo difícil es llegar, después todo es más fácil, aun cuando tengamos que pelear contra viento y lluvia.